domingo, 27 de agosto de 2017

«Friesea monteiroi»


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Varias oficinas del Instituto aún permanecían vacías ya que yo vivía una sorda lucha con el nuevo rector, un abogado lugareño con muy exóticas ideas acerca de lo que debía ser una universidad. Este personaje vetaba todas mis proposiciones de llamar a concurso a nuevos investigadores y, por ello, el Instituto funcionó semivacío durante ese rectorado. Entretanto, como los investigadores-profesores del Instituto de Matemática no tenían un lugar físico para trabajar me propusieron compartir el edificio, cosa que nos enriqueció a todos los “edafomáticos”. Se nos asociaron Ricabarra, Diego, Varsavsky, Rui Gomes y otros más, bajo la batuta del gran lógico matemático Antonio Monteiro. Un lujo de lugar. Ovidio Núñez, citogenetista que también había sido invitado por Fatone, enriqueció al instituto ya que tomó a su cargo la organización de la biblioteca. Gracias a que comenzamos a editar la serie “Publicaciones del Instituto de Edafología e Hidrología”, iniciamos un canje bibliográfico con otras instituciones del extranjero. Llegó un momento en que recibíamos más de 400 revistas internacionales. ¡Un negocio redondo!
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Con frecuencia lo tenía merodeando a Antonio Monteiro, en aquel entonces director del Instituto de Matemática en la Universidad del Sur, quien venía a observar mi trabajo y hacía algún comentario humorístico acerca de las tareas de los biólogos, alternado con algunas “sugerencias”, bastante parecidas a órdenes. Gracias a que las acepté, aprendí muchas cosas, entre ellas a interesarme por el tema de la distribución espacial de los organismos. Monteiro me “ordenó” dividir un metro cuadrado de playa en 100 dm2 y contar cuantas almejas había en cada celda. Y, para mi grata sorpresa, hallé que las almejas se distribuían al azar obedeciendo las reglas del binomio (a + b)n. Fue el primero y único caso en el que me tocó comprobar una distribución de Bernouilli o binomial positiva. Más adelante, cuando estudié la disposición espacial de los bichos del suelo encontré que seguían fielmente la distribución binomial negativa (a - b)-k, que sirve para describir los casos de distribución de organismos que gustan vivir de manera apiñada. Aprendí, también gracias a Monteiro, a deleitarme entendiendo cómo juega la teoría de probabilidades en las cosas simples de la naturaleza.
Una mañana me preguntó si yo pensaba medir el crecimiento diario de las almejas. Mi respuesta fue que para ello necesitaría disponer de algún instrumento más preciso que un simple calibre como el que yo tenía. Enojado, me increpó: “¿Cómo puede usted decidir a priori que es imposible medir algo sin haber hecho por lo menos el intento?” Esta medición me parecía absurda pues “sabía” que las almejas crecen con mucha lentitud. Los individuos más grandes que hallé no pasaban los 9 cm y revelaban edades de más de 12 años. Para demostrarle a Monteiro su ignorancia, decidí hacer la prueba. Intenté marcar las almejas con varios colorantes, para poder individualizarlas. Pero fracasé ya que las tinturas se borraban en pocas horas. Decidí entonces marcarlas con una lima, dibujándoles números romanos sobre las valvas. El problema era que una vez vueltas a colocar en la playa no podía poner hitos de referencia, como palos o piedras para recapturarlas, ya que las olas y los turistas se encargaban de removerlos. Al final, opté por usar marcas lejanas, como casas o árboles, y tenerlas como puntos para hacer triangulaciones. Y, ¡oh sorpresa! el método funcionó. Perdí muchas almejas marcadas, pero logré recuperar ocho, a las que pude medir entre dos y cuatro veces, en fechas distintas. Monteiro tenía razón. Con un simple calibre era posible medir el crecimiento, dejando pasar varios días entre medida y medida. Crecían a razón de 0 a 0.4 mm/día. Las que tenían las valvas rotas podían soldar las fracturas, pero crecían más lentamente que las no fracturadas.
Total: las almejas me permitieron pasar unas divertidas vacaciones, me enseñaron que tienen relaciones alométricas, o sea que sus cuerpos crecen a ritmos distintos según sus ejes y órganos y que dichas relaciones se pueden medir y describir de forma matemática. Por ejemplo, el logaritmo del peso del cuerpo (P) (músculos y vísceras) está relacionado con el logaritmo del largo de las valvas (L) según
P = 0.0016 L3,15
La ecuación fue todo un logro, un salto “cuántico” para un biólogo como yo que no tuvo ni un solo curso de matemática ni de estadística en toda su carrera. El artículo con los resultados fue publicado en las actas del Primer Congreso Sudamericano de Zoología. Mi desaliento fue grande al leer el trabajo impreso ya que las preguntas del público y mis respuestas se habían transcripto sin corrección alguna, con los titubeos y palabras inútiles e incorrectas, propias de un debutante en las lides de un congreso internacional.
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Cuando quise homenajear a personas, vivas o muertas, lo hice con científicos o intelectuales, especialmente cercanos a mi corazón, y también con escritores, artistas o músicos: Proisotoma fatonei se la dediqué a Vicente Fatone, figura apabullante y admirada como filósofo y orientalista. Al matemático Antonio Monteiro, persona muy querida, de extraordinaria probidad y sabiduría, le dediqué Friesea monteiroi. De igual modo, dediqué especies al citogenetista argentino Ovidio Núñez, al epistemólogo británico J.H. Woodger y al genetista de igual nacionalidad J.B.S. Haldane. Por un lote de colémbolos antárticos que me enviaron de Inglaterra le dediqué una especie a Roger Filer, miembro de una expedición británica que los había colectado y que luego falleció en 1961 durante una escalada. Algunas personas de las letras y artes fueron también agasajadas como la poetisa chilena Gabriela Mistral, el poeta chileno Pablo Neruda y el cubano Nicolás Guillén. Pablo Picasso también fue reconocido aunque más tarde perdí buena parte de mi interés y admiración por su obra y su personalidad. Otra especie lleva el nombre del músico y compositor brasileño Heitor Villalobos. Entre las especies más cercanas a mi corazón estuvo Probrachystomella yolandae, en memoria de mi primera esposa Yolanda Aguirre, fallecida en 1969, quien por un largo tiempo cultivó los colémbolos en frascos. Con ella logramos estudiar la demografía de un insecto partenogenético. Yolanda conocía cada uno de los individuos hasta el punto de saber cuales eran sus costumbres y “vicios” y a los cuales había bautizado dándoles nombres propios.
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Generalmente el de alguna característica resaltante de la especie, en latín o en griego, o relativa al lugar geográfico donde fue encontrada. Por ejemplo, australis, bonariensis, araucana; pero también me propuse aprovechar la oportunidad para rendir homenaje a gente a quien respetaba o apreciaba mucho. Algunas de esas especies llevan el nombre de Haldane, Gabriela Mistral, Nicolás Guillén, Pablo Neruda, Heitor Villalobos, Ovidio Nuñez (el citogenetista). Cuando el matemático Antonio Monteiro miró al microscopio el colémbolo al cual yo le había puesto su nombre pegó un respingo y me dijo: "Usted se ha burlado de mi. ¡Le puso mi nombre a un bicho de cuatro ojos porque uso anteojos!".
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Entrevista - Sitio del Dr. Eduardo Rapoport