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Varias oficinas del Instituto aún permanecían vacías ya que yo vivía una
sorda lucha con el nuevo rector, un abogado lugareño con muy exóticas ideas
acerca de lo que debía ser una universidad. Este personaje vetaba todas mis
proposiciones de llamar a concurso a nuevos investigadores y, por ello, el
Instituto funcionó semivacío durante ese rectorado. Entretanto, como los
investigadores-profesores del Instituto de Matemática no tenían un lugar físico
para trabajar me propusieron compartir el edificio, cosa que nos enriqueció a
todos los “edafomáticos”. Se nos asociaron Ricabarra, Diego, Varsavsky, Rui
Gomes y otros más, bajo la batuta del gran lógico matemático Antonio Monteiro.
Un lujo de lugar. Ovidio Núñez, citogenetista que también había sido invitado
por Fatone, enriqueció al instituto ya que tomó a su cargo la organización de
la biblioteca. Gracias a que comenzamos a editar la serie “Publicaciones del
Instituto de Edafología
e Hidrología”, iniciamos un canje bibliográfico con otras instituciones del
extranjero. Llegó un momento en que recibíamos más de 400 revistas
internacionales. ¡Un negocio redondo!
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Con frecuencia lo tenía merodeando a Antonio Monteiro, en aquel entonces
director del Instituto de Matemática en la Universidad del Sur, quien venía a
observar mi trabajo y hacía algún comentario humorístico acerca de las tareas
de los biólogos, alternado con algunas “sugerencias”, bastante parecidas a
órdenes. Gracias a que las acepté, aprendí muchas cosas, entre ellas a
interesarme por el tema de la distribución espacial de los organismos. Monteiro
me “ordenó” dividir un metro cuadrado de playa en 100 dm2 y
contar cuantas almejas había en cada celda. Y, para mi grata sorpresa, hallé
que las almejas se distribuían al azar obedeciendo las reglas del binomio (a +
b)n. Fue el primero y único caso en el que
me tocó comprobar una distribución de Bernouilli o binomial positiva. Más
adelante, cuando estudié la disposición espacial de los bichos del suelo
encontré que seguían fielmente la distribución binomial negativa (a - b)-k, que
sirve para describir los casos de distribución de organismos que gustan vivir
de manera apiñada. Aprendí, también gracias a Monteiro, a deleitarme
entendiendo cómo juega la teoría de probabilidades en las cosas simples de la
naturaleza.
Una mañana me preguntó si yo pensaba medir el crecimiento diario de las
almejas. Mi respuesta fue que para ello necesitaría disponer de algún
instrumento más preciso que un simple calibre como el que yo tenía. Enojado, me
increpó: “¿Cómo puede usted decidir a
priori que es imposible medir algo sin haber hecho por lo menos el
intento?” Esta medición me parecía absurda pues “sabía” que las almejas crecen
con mucha lentitud. Los individuos más grandes que hallé no pasaban los 9 cm y
revelaban edades de más de 12 años. Para demostrarle a Monteiro su ignorancia,
decidí hacer la prueba. Intenté marcar las almejas con varios colorantes, para
poder individualizarlas. Pero fracasé ya que las tinturas se borraban en pocas
horas. Decidí entonces marcarlas con una lima, dibujándoles números romanos
sobre las valvas. El problema era que una vez vueltas a colocar en la playa no
podía poner hitos de referencia, como palos o piedras para recapturarlas, ya
que las olas y los turistas se encargaban de removerlos. Al final, opté por
usar marcas lejanas, como casas o árboles, y tenerlas como puntos para hacer
triangulaciones. Y, ¡oh sorpresa! el método funcionó. Perdí muchas almejas
marcadas, pero logré recuperar ocho, a las que pude medir entre dos y cuatro
veces, en fechas distintas. Monteiro tenía razón. Con un simple calibre era
posible medir el crecimiento, dejando pasar varios días entre medida y medida.
Crecían a razón de 0 a 0.4 mm/día. Las que tenían las valvas rotas podían
soldar las fracturas, pero crecían más lentamente que las no fracturadas.
Total: las almejas me permitieron pasar unas divertidas vacaciones, me
enseñaron que tienen relaciones alométricas, o sea que sus cuerpos crecen a
ritmos distintos según sus ejes y órganos y que dichas relaciones se pueden
medir y describir de forma matemática. Por ejemplo, el logaritmo del peso del
cuerpo (P) (músculos y vísceras) está relacionado con el logaritmo del largo de
las valvas (L) según
P = 0.0016 L3,15
La ecuación fue todo un logro, un salto “cuántico” para un biólogo como yo
que no tuvo ni un solo curso de matemática ni de estadística en toda su
carrera. El artículo con los resultados fue publicado en las actas del Primer
Congreso Sudamericano de Zoología. Mi desaliento fue grande al leer el trabajo
impreso ya que las preguntas del público y mis respuestas se habían transcripto
sin corrección alguna, con los titubeos y palabras inútiles e incorrectas,
propias de un debutante en las lides de un congreso internacional.
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Cuando quise homenajear a personas, vivas o muertas, lo hice con
científicos o intelectuales, especialmente cercanos a mi corazón, y también con
escritores, artistas o músicos: Proisotoma
fatonei se la dediqué a Vicente Fatone, figura apabullante y admirada como
filósofo y orientalista. Al matemático Antonio Monteiro, persona muy querida,
de extraordinaria probidad y sabiduría, le dediqué Friesea monteiroi. De igual modo,
dediqué especies al citogenetista argentino Ovidio Núñez, al epistemólogo
británico J.H. Woodger y al genetista de igual nacionalidad J.B.S. Haldane. Por
un lote de colémbolos
antárticos que me enviaron de Inglaterra le dediqué una especie a Roger Filer,
miembro de una expedición británica que los había colectado y que luego
falleció en 1961 durante una escalada. Algunas personas de las letras y artes
fueron también agasajadas como la poetisa chilena Gabriela Mistral, el poeta
chileno Pablo Neruda y el cubano Nicolás Guillén. Pablo Picasso también fue
reconocido aunque más tarde perdí buena parte de mi interés y admiración por su
obra y su personalidad. Otra especie lleva el nombre del músico y compositor
brasileño Heitor Villalobos. Entre las especies más cercanas a mi corazón
estuvo Probrachystomella yolandae, en
memoria de mi primera esposa Yolanda Aguirre, fallecida en 1969, quien por un
largo tiempo cultivó los colémbolos
en frascos. Con ella logramos estudiar la demografía de un insecto
partenogenético. Yolanda conocía cada uno de los individuos hasta el punto de
saber cuales eran sus costumbres y “vicios” y a los cuales había bautizado
dándoles nombres propios.
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Generalmente el de alguna característica resaltante de la especie, en latín
o en griego, o relativa al lugar geográfico donde fue encontrada. Por ejemplo,
australis, bonariensis, araucana; pero también me propuse aprovechar la oportunidad
para rendir homenaje a gente a quien respetaba o apreciaba mucho. Algunas de
esas especies llevan el nombre de Haldane, Gabriela Mistral, Nicolás Guillén,
Pablo Neruda, Heitor Villalobos, Ovidio Nuñez (el citogenetista). Cuando el
matemático Antonio Monteiro miró al microscopio el colémbolo al cual yo le
había puesto su nombre pegó un respingo y me dijo: "Usted se ha burlado de
mi. ¡Le puso mi nombre a un bicho de cuatro ojos porque uso anteojos!".
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Entrevista
- Sitio del Dr. Eduardo Rapoport